Estaba volviendo a casa una tarde particularmente espesa de verano cuando me encontré con una fila que se extendía desde la puerta de la heladería del barrio y daba vuelta la esquina. Me llamó la atención porque, por más que realmente hacía calor ese día, el lugar nunca estaba así de concurrido y las trabajadoras del local eran particularmente eficientes en manejar flujos grandes de clientes. Me acerqué a la última persona de la fila, una señora de sonrisa simpática y una verruga enorme en su ceja izquierda, para averiguar qué estaba pasando.
—Están estrenando un nuevo sabor que viene de Europa —me dijo, aunque no me supo aclarar de qué era el sabor. Tampoco supieron las otras tres personas a las que les pregunté. Solo parecía importar que era limitado, europeo, la nueva sensación, oportunidad imperdible, etc.
Veía a lo lejos a la gente salir fascinada de la heladería y, por más que me había dejado los lentes en casa, igual podía notar el color rojo intenso del helado que brillaba bajo el sol de enero con un resplandor violáceo poco natural. La fila se seguía llenando de gente y sentí el empuje incómodo de la presión social. Me puse al final de la fila, esperando que alguno de los clientes saliera caminando en mi dirección para interrogarlos más específicamente sobre el misterioso helado, y si veía que no me apetecía, me iba a casa y listo. Pero en los cuarenta minutos que estuve en la fila, ni una sola persona salió en dirección a la fila, que se mantenía igual de larga o quizás más aún de como la había encontrado.
Las chicas de la heladería me reconocieron y me saludaron con la simpatía de siempre, empleando ese cóctel particular de sonrisas y banalidades ensayadas que lograron aflojar el nudo en el pecho que me había generado estar tanto tiempo en la fila con la gente bajo el sol. Me preguntaron si venía yo también a probar la nueva sensación del verano y, no dejando que su simpatía afectara su eficiencia, ya me estaban sirviendo el helado mientras yo respondía que sí. El nuevo sabor no estaba en exhibición con el resto de los sabores clásicos, sino que lo servían directamente desde un barril metálico enorme apoyado contra la pared del fondo. Resulta que los cuarenta minutos de suspenso esperando al calor insoportable no me habían preparado para la monstruosidad que la sonriente muchacha atrás del mostrador ahora me entregaba en un cucurucho. De cerca, la cosa ni parecía un helado. A primera vista era como un coágulo amorfo sangrante, apenas apoyado sobre el cucurucho. No parecía ni siquiera estar frío. Me di cuenta de que la cosa tenía forma de tubo y estaba enredada en sí misma encima del cucurucho. En cierta forma se asemejaba a una lombriz muy grande apelmazada sobre sí misma, pero en cierta otra forma, mucho más específica, parecía un pedazo de intestino grueso. Sobre la parte superior, el tubo de tripa pretendiendo ser un helado terminaba en una apertura apretada pero de aspecto elástico, y mi estómago se congeló cuando entendí lo que estaba viendo. Aparté la mirada y noté que la chica perdía fuerza en su sonrisa mientras esperaba que yo agarrara la nueva sensación de Europa que sostenía en su mano, y entendí que estaba atentando directamente contra la eficiencia que las caracterizaba. Tomé el coágulo en cucurucho y me fui, agradeciendo como pude.
El golpe de calor afuera me revolvió el estómago y me nubló la vista. Quise tirar el cucurucho a la basura, pero estaba paralizado. Todo mi esfuerzo físico se concentraba en intentar no mirar la inmundicia que sostenía, aunque era imposible no ver el brillo violáceo de mucosa intestinal por el rabillo de mi ojo, vibrando al ritmo del temblor de mi mano. Podía olerlo asándose al sol del verano, olor a asado de achuras. A mi alrededor la gente estaba sentada disfrutándolo como si fuese un helado normal. Adultos supuestamente sanos de la mente pasaban su pequeña cucharita por las tripas en cucurucho sin recoger realmente nada y se la llevaban a las bocas vacías, haciendo la pantomima de estar saboreando algo delicioso y refrescante. Niños corrían sosteniendo su cucurucho sangrante y sus padres les gritaban que se les iba a derretir. La señora de la fila me lanzó una guiñada cómplice, apretando su verruga contra sus párpados, mientras lamía el exterior fibroso del revuelto de intestinos. No pude contener más la sensación de que mi sanidad mental me estaba jugando una mala pasada por primera vez en años de creer tenerlo bajo control. En mis momentos más bajos, hubiese aceptado sin dudar que todos los adultos a mi alrededor estuviesen conspirando para humillarme, haciendo de cuenta que es un helado fino y especial para que yo me coma esas tripas crudas en la calle bajo el sol como un demente. Pero, ¿y los niños? Ellos no podrían sostener un engaño así, no sería posible. ¿O sí? Algo estaba pasando, yo no estaba viendo las cosas con claridad, estaba recayendo en mis viejas tendencias, estaba alucinando.
No me quedaba otra opción que confrontar lo que tenía enfrente. Fijé la mirada en el esfínter pulposo que coronaba el cucurucho de tripas. Me dije a mí mismo que era un helado normal, que estaba alucinando, y que a la alucinación le gano confrontándola. Conté hasta tres y, sin pensarlo, puse mi lengua y labios en el ano. Para mi sorpresa, ni bien hice contacto, el ano se dilató para dejar salir un enorme sorete marrón cremoso, directo en mi boca. El shock casi me hace devolverlo pero, resulta que lo que durante un microsegundo parecía mierda, era en realidad el más delicioso helado de chocolate suizo que había probado en mi vida. Fresco, cremoso, dulce y amargo en medidas justas, con notas frutales leves que agregaban cuerpo pero no invadían. Sentirlo bajar por mi garganta me devolvió el alma al cuerpo. Incrédulo, le di otro lengüetazo al ano y salió otra porción voluminosa de helado de chocolate. Mi disposición cambió por completo. Ahora veía a los niños estimular con sus lenguas su helado de tripa y recibir con alegría la descarga chocolatosa en sus bocas. Tuve el impulso de colocarme en la fila de nuevo, solo para comprar otro cuando terminara con este, pero logré controlarme. Caminé con mi helado europeo moderno hasta mi casa, que me duró hasta que estuve en la puerta.
Al día siguiente el helado ya estaba agotado y no volvería a aparecer nunca más. El recuerdo de ese sabor delicioso que me rescató del calor y la locura nunca me abandonó. Hasta el día de hoy, cada vez que voy al baño me quedo unos segundos más de lo normal con la mano en la palanca de la cisterna, mirando mis desechos flotando en el agua, controlando un impulso muy fuerte que me acompañaría por el resto de mi vida.
—Están estrenando un nuevo sabor que viene de Europa —me dijo, aunque no me supo aclarar de qué era el sabor. Tampoco supieron las otras tres personas a las que les pregunté. Solo parecía importar que era limitado, europeo, la nueva sensación, oportunidad imperdible, etc.
Veía a lo lejos a la gente salir fascinada de la heladería y, por más que me había dejado los lentes en casa, igual podía notar el color rojo intenso del helado que brillaba bajo el sol de enero con un resplandor violáceo poco natural. La fila se seguía llenando de gente y sentí el empuje incómodo de la presión social. Me puse al final de la fila, esperando que alguno de los clientes saliera caminando en mi dirección para interrogarlos más específicamente sobre el misterioso helado, y si veía que no me apetecía, me iba a casa y listo. Pero en los cuarenta minutos que estuve en la fila, ni una sola persona salió en dirección a la fila, que se mantenía igual de larga o quizás más aún de como la había encontrado.
Las chicas de la heladería me reconocieron y me saludaron con la simpatía de siempre, empleando ese cóctel particular de sonrisas y banalidades ensayadas que lograron aflojar el nudo en el pecho que me había generado estar tanto tiempo en la fila con la gente bajo el sol. Me preguntaron si venía yo también a probar la nueva sensación del verano y, no dejando que su simpatía afectara su eficiencia, ya me estaban sirviendo el helado mientras yo respondía que sí. El nuevo sabor no estaba en exhibición con el resto de los sabores clásicos, sino que lo servían directamente desde un barril metálico enorme apoyado contra la pared del fondo. Resulta que los cuarenta minutos de suspenso esperando al calor insoportable no me habían preparado para la monstruosidad que la sonriente muchacha atrás del mostrador ahora me entregaba en un cucurucho. De cerca, la cosa ni parecía un helado. A primera vista era como un coágulo amorfo sangrante, apenas apoyado sobre el cucurucho. No parecía ni siquiera estar frío. Me di cuenta de que la cosa tenía forma de tubo y estaba enredada en sí misma encima del cucurucho. En cierta forma se asemejaba a una lombriz muy grande apelmazada sobre sí misma, pero en cierta otra forma, mucho más específica, parecía un pedazo de intestino grueso. Sobre la parte superior, el tubo de tripa pretendiendo ser un helado terminaba en una apertura apretada pero de aspecto elástico, y mi estómago se congeló cuando entendí lo que estaba viendo. Aparté la mirada y noté que la chica perdía fuerza en su sonrisa mientras esperaba que yo agarrara la nueva sensación de Europa que sostenía en su mano, y entendí que estaba atentando directamente contra la eficiencia que las caracterizaba. Tomé el coágulo en cucurucho y me fui, agradeciendo como pude.
El golpe de calor afuera me revolvió el estómago y me nubló la vista. Quise tirar el cucurucho a la basura, pero estaba paralizado. Todo mi esfuerzo físico se concentraba en intentar no mirar la inmundicia que sostenía, aunque era imposible no ver el brillo violáceo de mucosa intestinal por el rabillo de mi ojo, vibrando al ritmo del temblor de mi mano. Podía olerlo asándose al sol del verano, olor a asado de achuras. A mi alrededor la gente estaba sentada disfrutándolo como si fuese un helado normal. Adultos supuestamente sanos de la mente pasaban su pequeña cucharita por las tripas en cucurucho sin recoger realmente nada y se la llevaban a las bocas vacías, haciendo la pantomima de estar saboreando algo delicioso y refrescante. Niños corrían sosteniendo su cucurucho sangrante y sus padres les gritaban que se les iba a derretir. La señora de la fila me lanzó una guiñada cómplice, apretando su verruga contra sus párpados, mientras lamía el exterior fibroso del revuelto de intestinos. No pude contener más la sensación de que mi sanidad mental me estaba jugando una mala pasada por primera vez en años de creer tenerlo bajo control. En mis momentos más bajos, hubiese aceptado sin dudar que todos los adultos a mi alrededor estuviesen conspirando para humillarme, haciendo de cuenta que es un helado fino y especial para que yo me coma esas tripas crudas en la calle bajo el sol como un demente. Pero, ¿y los niños? Ellos no podrían sostener un engaño así, no sería posible. ¿O sí? Algo estaba pasando, yo no estaba viendo las cosas con claridad, estaba recayendo en mis viejas tendencias, estaba alucinando.
No me quedaba otra opción que confrontar lo que tenía enfrente. Fijé la mirada en el esfínter pulposo que coronaba el cucurucho de tripas. Me dije a mí mismo que era un helado normal, que estaba alucinando, y que a la alucinación le gano confrontándola. Conté hasta tres y, sin pensarlo, puse mi lengua y labios en el ano. Para mi sorpresa, ni bien hice contacto, el ano se dilató para dejar salir un enorme sorete marrón cremoso, directo en mi boca. El shock casi me hace devolverlo pero, resulta que lo que durante un microsegundo parecía mierda, era en realidad el más delicioso helado de chocolate suizo que había probado en mi vida. Fresco, cremoso, dulce y amargo en medidas justas, con notas frutales leves que agregaban cuerpo pero no invadían. Sentirlo bajar por mi garganta me devolvió el alma al cuerpo. Incrédulo, le di otro lengüetazo al ano y salió otra porción voluminosa de helado de chocolate. Mi disposición cambió por completo. Ahora veía a los niños estimular con sus lenguas su helado de tripa y recibir con alegría la descarga chocolatosa en sus bocas. Tuve el impulso de colocarme en la fila de nuevo, solo para comprar otro cuando terminara con este, pero logré controlarme. Caminé con mi helado europeo moderno hasta mi casa, que me duró hasta que estuve en la puerta.
Al día siguiente el helado ya estaba agotado y no volvería a aparecer nunca más. El recuerdo de ese sabor delicioso que me rescató del calor y la locura nunca me abandonó. Hasta el día de hoy, cada vez que voy al baño me quedo unos segundos más de lo normal con la mano en la palanca de la cisterna, mirando mis desechos flotando en el agua, controlando un impulso muy fuerte que me acompañaría por el resto de mi vida.