En la cartelera de eventos del centro comunal número 13 del municipio GH, en el barrio de Las Jesuitas, apareció un panfleto anunciando un nuevo taller de magia para niños que prometía, en letras regordetas y volumétricas, enseñar el truco de convertir agua en oro.
Roberdo Faloppa, que siempre pasaba por ahí después de su jornada laboral en la carnicería del supermercado de barrio «La Giraldita», quedó encandilado por el colorido cartel. Esto es ideal, pensó, es lo que necesita Ludmilita. Hacía una semana que se había muerto el perro de la familia, el Gobi, y la muerte le había pegado muy fuerte a la hija menor de los Faloppa. Roberdo y su esposa habían intentado consolarla, esperando que recuperara su alegría y picardía, esa que la caracterizaba y la distinguía de la sequedad sombría de su hermana mayor, pero no había caso. Temiendo que su pequeña alegría se volviera tan amargada y desagradable como su primer hija, Roberdo había decidido llevarla ese mismo fin de semana al taller.
Cuando llegaron al centro comunal, ya había otros padres con niños esperando en la puerta. Ludmilita apenas saludó y se refugió tímidamente entre las piernas del padre. Una señora comentó que había salido alguien a pedir que esperaran afuera y no había vuelto a salir. Al cabo de unos minutos, se abrió una puerta y salió un señor un tanto panzón, con una nariz prominente de la cual colgaba un frondoso bigote gris y que a su vez sostenía unos anteojos circulares. El aumento de los cristales hacía que sus ojos, profundamente negros, parecieran minúsculos e inertes, como los de un dibujo animado en pausa.
-Hola niños!!! Están listos para convertir agua en oro!?!?!? -dijo el señor un par de veces, logrando poco a poco emocionar a los niños, incluyendo a Ludmilita que empezaba a soltar una sonrisa.
-Lo que si, les voy a pedir a los papis que esperen afuera, ta? -El señor se agachó para estar a la altura de los niños y, guiñando uno de sus ojos inhumanos, agregó: -Este tipo de magia es solo para niños verdad?!
Los niños gritaron: -sii sii! -y el señor panzón dijo: -síganme los buenos!
Los guió por el jardín del centro comunal, pasando de largo la puerta del salón principal hacia una edificación hacia el fondo del terreno de concreto expuesto y techo de chapa. Por la única ventana de ese galpón, los padres pudieron observar como el señor panzón hacia pasar a todos los niños y los hacía sentarse.
Ludmilita, que fue la ultima en entrar, tuvo un extraño presentimiento raro en seguida, aunque aún no tenia el vocabulario ni las herramientas mentales para entenderlo. El lugar era un galpón vacío y húmedo, con tan solo un par de sillas de plástico, unos baldes oxidados y unas botellas de agua sin etiqueta en el piso. El señor panzón se mantuvo parado al lado de la puerta, mirándola con esos ojos de caricatura muerta, esperando a que entre para cerrar la puerta.
Una vez que todos los niños estuvieron adentro, el señor panzón agarró una botella de agua del piso y le pidió a los niños que agarraran una también.
-Lo que les voy a enseñar es un hechizo muy antiguo y muy poderoso! primero tenemos que cantar asi: AM SALAM SALAM LOS TIRABUZONES TIENEN TIBURONES! LA BANDEROLA DE MI TIA CAROLA SALAM SALAM!
Los niños repitieron este mantra y el señor panzón les pidió que, sin dejar de cantar, observen bien. Agarró una botella, la destapó y se tomó toda el agua de un trago.
- Muy bien niños sigan! Sigan cantando: BALARIN BALARIN SE ME QUEMA EL TALLARÍN. TENGO LA PIEZA EN LA MESA DONDE HAY UNA FRESA BALARÓN BALARÓN!
Los niños repetían ese canto absurdo mientras el señor usaba las dos manos para agitarse la panza y les pedía que canten mas fuerte.
Desde afuera, Roberdo podía ver los movimientos payazescos del señor panzón y lo invadió la tranquilidad de que su hija debía estarse riendo y disfrutando de las payasadas de ese simpático hombre.
Adentro del galpón, el señor se abrió la bragueta del pantalón y sacó un pene gordo y tieso. Mientras los niños cantaban, el señor acercó la botella a su glande y dijo: -está funcionando, está funcionando!
Ludmilita, que nunca en su vida había visto un pene antes, vio como salía un chorro dorado y brillante de la punta y llenaba la botella de ese oro liquido, invadiendo el lugar de un aroma que la hacía acordar a la casa del tío. Cuando el chorro se detuvo, también se detuvo naturalmente el canto de los niños.
El señor levantó la botella, la mostró y dijo:
-Charaaaaan! Vieron que fácil?! ahora ustedes.
Roberdo se había prendido un pucho cuando se volvió a abrir la puerta del galpón y tuvo que apagarlo de golpe antes de que su hija lo viera. Uno a uno salieron los niños, corriendo y saltando y riendo, sosteniendo botellas de plástico con liquido dorado adentro. Ultima salió Ludmilita, que seguía con su disposición sombría pero fascinada con su botella.
-Te divertiste? -preguntó Roberdo
-Si, -dijo su hija sin pensarlo realmente.
El resto de los padres hablaban fascinados con el señor panzón que les comentaba que el siguiente fin de semana capaz hacía un taller sobre convertir las cosquillas en leche condensada. Roberdo y Ludmilita no se quedaron a saludar y volvieron a su casa. Ludmila nunca contó mucho del taller, y en el centro comunal nunca volvió a aparecer un nuevo cartel ni se lo volvió a ver al señor panzón.
Al cabo de unas semanas Ludmilita terminó naturalmente de transitar su duelo y recuperó nuevamente su disposición natural, para alegría de sus padres. El taller pasó a ser una anécdota perdida que pareció no haber tenido mucha relevancia. Lamentablemente, a los 13 años Ludmilita cayó repentinamente en las drogas y la prostitución. Murió de sida 3 años después.
Roberdo Faloppa, que siempre pasaba por ahí después de su jornada laboral en la carnicería del supermercado de barrio «La Giraldita», quedó encandilado por el colorido cartel. Esto es ideal, pensó, es lo que necesita Ludmilita. Hacía una semana que se había muerto el perro de la familia, el Gobi, y la muerte le había pegado muy fuerte a la hija menor de los Faloppa. Roberdo y su esposa habían intentado consolarla, esperando que recuperara su alegría y picardía, esa que la caracterizaba y la distinguía de la sequedad sombría de su hermana mayor, pero no había caso. Temiendo que su pequeña alegría se volviera tan amargada y desagradable como su primer hija, Roberdo había decidido llevarla ese mismo fin de semana al taller.
Cuando llegaron al centro comunal, ya había otros padres con niños esperando en la puerta. Ludmilita apenas saludó y se refugió tímidamente entre las piernas del padre. Una señora comentó que había salido alguien a pedir que esperaran afuera y no había vuelto a salir. Al cabo de unos minutos, se abrió una puerta y salió un señor un tanto panzón, con una nariz prominente de la cual colgaba un frondoso bigote gris y que a su vez sostenía unos anteojos circulares. El aumento de los cristales hacía que sus ojos, profundamente negros, parecieran minúsculos e inertes, como los de un dibujo animado en pausa.
-Hola niños!!! Están listos para convertir agua en oro!?!?!? -dijo el señor un par de veces, logrando poco a poco emocionar a los niños, incluyendo a Ludmilita que empezaba a soltar una sonrisa.
-Lo que si, les voy a pedir a los papis que esperen afuera, ta? -El señor se agachó para estar a la altura de los niños y, guiñando uno de sus ojos inhumanos, agregó: -Este tipo de magia es solo para niños verdad?!
Los niños gritaron: -sii sii! -y el señor panzón dijo: -síganme los buenos!
Los guió por el jardín del centro comunal, pasando de largo la puerta del salón principal hacia una edificación hacia el fondo del terreno de concreto expuesto y techo de chapa. Por la única ventana de ese galpón, los padres pudieron observar como el señor panzón hacia pasar a todos los niños y los hacía sentarse.
Ludmilita, que fue la ultima en entrar, tuvo un extraño presentimiento raro en seguida, aunque aún no tenia el vocabulario ni las herramientas mentales para entenderlo. El lugar era un galpón vacío y húmedo, con tan solo un par de sillas de plástico, unos baldes oxidados y unas botellas de agua sin etiqueta en el piso. El señor panzón se mantuvo parado al lado de la puerta, mirándola con esos ojos de caricatura muerta, esperando a que entre para cerrar la puerta.
Una vez que todos los niños estuvieron adentro, el señor panzón agarró una botella de agua del piso y le pidió a los niños que agarraran una también.
-Lo que les voy a enseñar es un hechizo muy antiguo y muy poderoso! primero tenemos que cantar asi: AM SALAM SALAM LOS TIRABUZONES TIENEN TIBURONES! LA BANDEROLA DE MI TIA CAROLA SALAM SALAM!
Los niños repitieron este mantra y el señor panzón les pidió que, sin dejar de cantar, observen bien. Agarró una botella, la destapó y se tomó toda el agua de un trago.
- Muy bien niños sigan! Sigan cantando: BALARIN BALARIN SE ME QUEMA EL TALLARÍN. TENGO LA PIEZA EN LA MESA DONDE HAY UNA FRESA BALARÓN BALARÓN!
Los niños repetían ese canto absurdo mientras el señor usaba las dos manos para agitarse la panza y les pedía que canten mas fuerte.
Desde afuera, Roberdo podía ver los movimientos payazescos del señor panzón y lo invadió la tranquilidad de que su hija debía estarse riendo y disfrutando de las payasadas de ese simpático hombre.
Adentro del galpón, el señor se abrió la bragueta del pantalón y sacó un pene gordo y tieso. Mientras los niños cantaban, el señor acercó la botella a su glande y dijo: -está funcionando, está funcionando!
Ludmilita, que nunca en su vida había visto un pene antes, vio como salía un chorro dorado y brillante de la punta y llenaba la botella de ese oro liquido, invadiendo el lugar de un aroma que la hacía acordar a la casa del tío. Cuando el chorro se detuvo, también se detuvo naturalmente el canto de los niños.
El señor levantó la botella, la mostró y dijo:
-Charaaaaan! Vieron que fácil?! ahora ustedes.
Roberdo se había prendido un pucho cuando se volvió a abrir la puerta del galpón y tuvo que apagarlo de golpe antes de que su hija lo viera. Uno a uno salieron los niños, corriendo y saltando y riendo, sosteniendo botellas de plástico con liquido dorado adentro. Ultima salió Ludmilita, que seguía con su disposición sombría pero fascinada con su botella.
-Te divertiste? -preguntó Roberdo
-Si, -dijo su hija sin pensarlo realmente.
El resto de los padres hablaban fascinados con el señor panzón que les comentaba que el siguiente fin de semana capaz hacía un taller sobre convertir las cosquillas en leche condensada. Roberdo y Ludmilita no se quedaron a saludar y volvieron a su casa. Ludmila nunca contó mucho del taller, y en el centro comunal nunca volvió a aparecer un nuevo cartel ni se lo volvió a ver al señor panzón.
Al cabo de unas semanas Ludmilita terminó naturalmente de transitar su duelo y recuperó nuevamente su disposición natural, para alegría de sus padres. El taller pasó a ser una anécdota perdida que pareció no haber tenido mucha relevancia. Lamentablemente, a los 13 años Ludmilita cayó repentinamente en las drogas y la prostitución. Murió de sida 3 años después.